Revista Grao

1936 - De la "Xamusa" a Mercadona

Grao de Castellón, fiestas de San Pedro, tienda de la Xamusa y barbería de Lorenzo Cumba

Hoy, día 15 octubre del año 2003, se ha inaugurado una gran superficie en este nuestro Grao. Se trata de una nueva sucursal de la cadena MERCADONA; cadena de gran difusión nacional, de origen valenciano, y que ha sido montada con todo lujo de detalles, disponiendo de un magnífico local, rectangular que le permite una perfecta y racional instalación y situación de sus expositores y una cómoda localización de sus productos.

Este párrafo anterior define la impresión que me ha causado al primer golpe de vista, el día que lo he conocido. Es la imagen idéntica que siempre he percibido en los varios establecimientos del mismo gremio que he observado, tanto en España, como allá donde los he visitado, en distintas partes del mundo.

A cambio de la espectacularidad en la presentación; de lo llamativo de sus carteles publicitarios; de la abundancia de género en sus estanterías, y de las “Rebajas”, “Ofertas” y “Saldos” que de uno u otro género se nos ofrece con profusión, en la mayoría de estas grandes superficies o Supermercados de los que disfrutamos hoy en día, tropezamos con la realidad que hemos comprobado y a veces forzado, que nos ha obligado, tras muchos intentos y desilusiones, a reconocer, y, no es otra que, tenemos que conformarnos con coger, o mejor dicho comprar, los artículos que hay en los estantes, sin pretender otro producto de la misma especie, pero de otra, talla, medida, color o peso, que el que está expuesto. No me refiero solamente a un mismo artículo de diferente marca, sino al artículo indeterminado (ej. camisa), que nos probamos un número que hemos gastado de continuo, y al comprobar que ese número nos viene un pelín corto, buscamos, para nuestra tranquilidad, la talla siguiente, que lógicamente nunca está, y que solicitamos a alguna persona uniformada, (si la podemos encontrar), y al final una vez localizada esta persona, casi siempre nos responde con la misma frase, que debe ser de obligado conocimiento en los formularios del examen de entrada, y que no es otra que aquella que dice:
-“Lo siento, pero no hay existencias”
o bien la alternativa que también resulta convincente:
-“Mire usted, este modelo es de talla única”,
con lo cual, al final o nos llevamos la que nos viene justa o nos tenemos que volver a casa sin la camisa que nos hacía falta o ilusión. Esto se puede hacer extensivo al pescado o bien a las gaseosas.

Tanto esplendor, tanta amplitud, tanta abundancia de elementos y a la vez, tanta frialdad y tanto alejamiento en el trato, me traslada a épocas anteriores, donde estos productos, arroz, sardinas, café, (rectifico) malta, longanizas, etc., se condensaban en una sola palabra: Ultramarinos; establecimientos éstos que se instalaban en la entrada de los propios domicilios, que generalmente eran atendidos por las propietarias de los mismos y los que habitualmente, el horario de apertura y cierre, era más bien arbitrario.

Eran estas tiendas de ámbito local y con un radio de acción sobre los vecinos que estuviesen alrededor de unos 300 o 400 metros, no más, ya que más allá de estas distancias se entraba en la zona o radio de acción de la competencia, por lo que a las propietarias no les quedaba más remedio que la mejor disposición y la mejor atención para sus clientes.
Solían tener una estructura muy pareja todos ellos; un mostrador de madera, con una blanca piedra de mármol en la parte superior. Encima de ella había invariablemente, la balanza, bien de dos platos de latón, brillantes como el oro, donde se colocaban las pesas en la parte izquierda y la mercancía en la derecha; llegaron posteriormente las balanzas mecánicas de marca Mobba, las que tenían una cabeza, triangular, parecida a una porción de queso con la punta hacia abajo, y donde en la parte superior de un lado al otro figuraba una escala numerada, que indicaba el peso, normalmente de un kilo, dividida con rayas numeradas equivalentes a un deci/miligramo, y una varilla que se movía a la derecha o a la izquierda, según el peso que soportaba el plato destinado a la mercancía. Esta misma cabeza por la parte opuesta tenía igualmente esta varilla gemela que determinaba el peso y debajo de la escala del peso, una serie de escalas calibrada, de menos a más importe en pesetas, por la que a la vista del peso medido, se hacia coincidir con el precio por kilo y se determinaba el precio de lo servido.

Había también encima del mostrador, el inefable molinillo de café; molinillo de aquellos manuales con un volante de considerable tamaño que se utilizaba para moler, cantidades de café que no solía exceder de los cien gramos, como mucho, si es que la materia a moler era café, (mientras hubo café) cuantas más de las veces se trataba de la inestimable malta, o sea, cebada tostada, la cual nos mantuvo abastecidos muchos años, durante y después de la guerra civil. La falta de café en el mercado, nos habituó de tal forma, que cuando se iba al Café o al Bar, se solía pedir “UNA MALTETA DE LA BONA”.

Objetos también obligados sobre el mostrador: dos lebrillos de
barro vidriados, uno para olivas y otro para los pepinillos, ambos con su agua salada para conservarlos, así como una lata redonda de atún en aceite y otra de las mismas proporciones para las anchoas, también en aceite, ya que era normal, para almorzar (a media mañana), se iba con una “rua” para comprar “mescla”, bien atún con olivas u otra alternativa que era las anchoas con pepinillos.

Otra de las cosas que no podía faltar encima del mostrador, eran dos botes de cristal, de boca muy ancha, uno encima del otro, en sentido horizontal, que lo mismo servían para guardar los caramelos de las muchas moscas que se podía disfrutar, que bolas de anises o bien las negras barritas de “puro-moro” (regaliz). Encima de una circunferencia de madera y tapado con una campana de cristal había medio queso manchego y alguna tienda con bastante clientela, tenía también “formatge tendret”, pues este género, en aquel entonces, sin cámaras, ni neveras, no se podía guardar mucho tiempo; asimismo, había, bien encima o bien frente al mostrador, la inevitable bota de sardinas de casco, sardinas saladas y prensadas, las que se consumían en cantidades considerables, por ser parte de la alimentación diaria.

Una pequeña bomba manual, alguna con medidor incorporado, era el mecanismo para servir el aceite de oliva (a veces bastante pudent) que podían comprar los clientes, que iban a la compra con su botella de gaseosa, cada uno, ya que el aceite era simplemente a granel, de la misma forma que para la compra de arroz, garbanzos, lentejas etc., grano en general, había que llevar un “saquet” para cada producto; ya que solamente para el bacalao, las sardinas de bota, y otros pocos productos, se utilizaba el papel de estraza como envoltorio normal en las tiendas.

Una cuchilla fijada al mostrador para el corte del bacalao salado, era otro de los aperos necesarios en toda tienda, al mismo tiempo que algún que otro bacalao seco colgaba de la estantería que estaba a la espalda de la tendera.

En la parte trasera una estantería, siempre de madera, en la que se apilaban, con bastante anarquía, los botes de fideos, arroz, azúcar y café, las pastillas de jabón “El Lagarto”, (estuvimos muchos años en que estos productos estaban racionados y por tanto alejados de los estantes), latas pequeñas de tomate, atún y anchoas, alguna que otra lata de mermelada, botellas de Coñac “Fundador” y “Soberano”, Anís del “Mono” y Aguardiente “Machaquito”.
Las longanizas secas y las morcillas, se colgaban de una “tacha” en la estantería o bien se guardaban en una “carnera”, para evitar el ataque de las moscas, como antes se cuenta.

Y como elemento higiénico – decorativo, no podía faltar en ningún establecimiento del ramo, aquellas tiras de color amarillo, metidas en un tubo de unos diez centímetros que se desenrollaban, se colgaban del techo y caían en cascada formando un tirabuzón de un metro de largo, y que tenían como objetivo atrapar a todo bicho viviente y volátil que circulase cerca de aquella materia pegajosa de que estaba recubierto. Aunque bien es verdad que todas aquellas moscas que se quedaban pegadas a la tira ya no iban a los demás géneros del comercio, no es menos cierto que aquellas tiras no se cambiaban con la prontitud que la higiene y el decoro aconsejan, de manera que en muchas ocasiones las susodichas tiras, no obstante, daban la sensación de que su color era marrón-pardo, por la cantidad de moscas atrapadas, que el original color amarillo en su estado primitivo.

A pesar de todas estas vicisitudes, de todas estas sensaciones de precariedad y carencia de medios, estas tiendas cumplían la función de regular el flujo económico del pueblo. Todas ellas tenían una libreta (y me consta, por que descendientes de alguna de aquellas tenderas aun las conservan como una reliquia de años pasados), libreta, digo, donde se anotaba el importe de la compra en las épocas que la pesca escaseaba, en las épocas que los trabajos portuarios estaban a la baja, o en aquellos dolorosos momentos que en la familia sufría la desaparición de algún miembro importante de la misma; momento duro aquel que por ambas partes se producía, cuando la compradora decía aquella palabra, tan corta, pero de tan gran significado “Apuntameu”, decía; solamente “apuntameu” y con esa palabra le daba a entender toda la tragedia por la que estaba pasando esa familia. También figuraba en aquellas libretas el importe del “gasto” que las barcas hacían en época de “fosca”, (estos gastos ascendían bastante más que las anotaciones a nivel personal), deudas que se saldaban cuando la pesca se restablecía o cuando los jornales de los trabajos portuarios se reanudaban. Por desgracia, si las condiciones no eran favorables, el grosor de las libretas aumentaba, a veces con unas dimensiones tales, que excedían de las posibilidades económicas del tendero y éste o ésta tenía que hacer seguir su escala de deudas ascendente (si éstos se lo permitían, no siempre), a los almaceneros de Castellón, entre quienes estaban los Vallet, Sancho, Navarro, Gimeno y Ortells, Farinós y alguno más. De esta forma se desenvolvía la vida económica, pues las entidades bancarias no aparecieron en nuestro distrito hasta el año 1950/51, siendo la Caja de Ahorros de Castellón la primera Entidad que abrió puerta, en el solar de la calle Buenavista, numero tres, al lado de lo que era la Comandancia Militar de Marina.

No creo que deje mucho más en las existencias de que podían disponer las tiendas del Grao, pues en la época en que está situada esta acción, en los años 1930/1950, no había mucho más que disponer ni que llevarse a la boca a pesar del buen apetito de que entonces disfrutábamos.

Estas tiendas tuvieron una época de normal funcionamiento, con existencias elementales de primera necesidad, hasta la llegada de la Guerra civil, en el verano del año 1936, fecha en que rápidamente comenzó la desaparición de casi toda la clase de productos por nulo abastecimiento de cualquier clase de materia. Comenzó entonces la época del estraperlo, que así se llamaba al contrabando a pequeña escala. Había estraperlistas de pan, de tabaco, de aceite, de jabón, de aceite de engrase y gasolina; de ruedas para los coches, en fin de todo. Todos ellos conocidos por todos, dada la corta población existente en aquellos años en el distrito. Recuerdo alguna persona de los que iban por la calle y estaban en cualquier esquina apoyados en la pared, que al paso de los peatones por su lado, con todo disimulo entonaban o silbaban una musiquilla que todos conocíamos, y cuya letra decía “Tengo pan, barritas y tabaco.....”, de esta forma, silbando o cantando, no se le podía acusar de nada, mientras nada anunciase.

Al finalizar la guerra civil, y estando toda España bajo el mando del general Franco, comenzó la época del racionamiento en todo el territorio español y por consiguiente en el Grao y Castellón. Previo de un censo identificativo de la población, se nos facilitó una cartilla por cada vecino, cartilla que constaba de una tapa de cartulina y unas hojas impresas y taladradas, en forma de cuadritos o cupones numerados, de colores diferentes y con las anotaciones de pan, café, arroz, azúcar, aceite, garbanzos, judías, lentejas y varios. Semanalmente, en la prensa del Movimiento, aparecía la noticia más leída de todo el periódico.- La del racionamiento. En ella venía a decir, poco más o menos:
“Esta semana y contra entrega de los cupones números 7 de azúcar, 9 de arroz, 5 de aceite y 6 de judías, se podrá retirar de los establecimientos correspondientes, la cantidad de 50 gramos por persona”

Efectivamente a partir del lunes, se formaban largas colas para acceder a los productos a que teníamos derecho esa semana, provistos de nuestras botellas para el aceite y los saquitos respectivos para cada otro producto. Las demás necesidades había que conseguirlas en el mercado del estraperlo y a los precios que el mercado negro pidiera. Lo más doloroso del caso era ver a algunas familias, más de las que se hubiese querido, que por falta de dinero, de trabajo y de nada que dar de comer a sus hijos, los padres vendían sus cupones de racionamiento a quien se los compraba, para poder tener alguna perra con que conseguir comida. Fueron unos tiempos y unos espectáculos que marcaron a las gentes de esa época de una manera muy peculiar.
Las cartillas de racionamiento fueron distribuidas por barrios a las tiendas más o menos cercanas, a las que había que ir necesariamente, pues así se había dispuesto, ya que una vez hecho el reparto correspondiente, a la semana siguiente el tendero, había que estampar cada uno de los cupones en unas hojas previstas al efecto, y el total de los cupones, tenía que coincidir con la cantidad de arroz y demás productos entregado, y devolver o justificar el resto. Una vigilancia impresionante. Pero como siempre, la picaresca española dio muestras de sutileza, de modo que a pesar de los controles establecidos, siempre había la posibilidad de escamotear algún resto o “solatje” que llevar a determinadas personas que pagaban su buen precio.

Un amigo, conocedor de este trabajo, me brindó este suceso vivido y sufrido por el mismo, que amplía e ilustra las condiciones de vida de aquellos años:

“Iba yo por Castellón, un día, y pasaba por la acera de Correos, con un saquito de café (de Guinea) al hombro, que contenía el “sobrante” del cupo de la semana, para llevárselo a Don (?), de quien éramos habituales proveedores y, justamente en aquel sitio, una avispa me picó en el labio superior, con tal fuerza y escozor que instintivamente solté el saquito y me llevé las dos manos a la boca. Lógicamente el saco, suelto y con el movimiento brusco de los brazos, cayó al suelo, rompiéndose el cordel que cerraba la boca y cayendo todo el café por la acera de Correos. Ya os podéis imaginar el efecto que produjo aquella lluvia de café y precisamente en aquella época. ¡La de gente que se acercó y cogía el café a puñados y se lo ponía en el bolsillo o donde pudiera!. Era lamentable, pero al mismo tiempo de sainete. En un abrir y cerrar de ojos, me encontré solo, en el suelo, sin café y “en els morros unflats com un dolçainer, per la picá de la vespa”

Había una tienda, solo una, que podía atender las necesidades de las personas que por cualquier motivo, siempre justificado, estuviesen ausentes de su domicilio, en otras localidades y fuesen a buscar los alimentos en pueblos distintos. Era ésta la tienda de Transeúntes, y que en el Grao le correspondió a la tienda de la Xamusa, o sea que además de tener sus clientes propios del Grao, podía abastecer a los transeúntes, lógicamente siempre bajo un control severo, riguroso, y presentación de la cartilla y cédula (documento personal) correspondientes. Además de tienda de ultramarinos, la Tía Pepeta, en los meses de verano, ponía enfrente del establecimiento una mesita pintada de azul con el tablero blanco y a los lados, dos heladoras de aquellas cilíndricas, de madera y corcho, revestidas de alquitrán, donde a base de hielo picado y sal, se colocaba un cilindro de cobre, que lleno de agua de cebada o de mantecado, hacía las delicias de grandes y pequeños. El granizado de agua de cebada, lo servía a vasos y el mantecado, lo servía con galletas rectangulares que colocaba en un molde, una que servia de base y otra de tapa, molde que tenía una serie de muescas en la empuñadura que le daban al helado la dimensión requerida, y esta medida era la que determinaba el precio. Toda una institución, lo último en tecnología punta.

Otra de las tiendas que hasta la guerra estaba situada en la calle de Canalejas, frente a la “Xamusa”, era la de la “Sigronera”, (garbanzos, alubias, anchoas, bacalao, etc.), que llevaba la abuela Bendisió.

Había otros establecimientos que alternaban la venta frutas y verduras, con otras actividades, como podían ser, tabernas, verduleras casolanas, pero éstas no las contamos como en la plena actividad de Tiendas de Ultramarinos.

Luego, muchos años después, una vez se fueron abriendo las puertas de otras naciones hacia España, la situación, poco a poco se fue regularizando y desapareciendo el fantasma del Racionamiento que tanto tiempo duró.

A los fumadores también les tocó su racionamiento, pues las cartillas, las recuerdo, eran de un color verde, y con unos cupones rectangulares muy pequeños, y engorrosos de colocar luego en las hojas de liquidación.

Actual y felizmente los tiempos han cambiado; la población del Grao ha aumentado de manera imprevisible, la forma y manera de vivir, de trabajar, de relacionarse y comunicarse, no se parecen absolutamente en nada a lo relatado con anterioridad, y por eso mismo, las modas, usos y costumbres han pasado a mejor vida. Atrás quedaron aquellas tiendas, que al mismo tiempo eran centro cultural y de recreo, lugares de información y de noticia, donde se solicitaba y se ofrecía ayuda en momentos de angustia, en una palabra eran el centro neurálgico del Grao.

Solo me falta rendir un cariñoso homenaje a las tenderas y tenderos del Grau, que en las peores épocas pasamos juntos tantas dificultades, a las tabernas y casolanas que en alguna medida formaron parte del gremio de la alimentación, y a las tenderas que posteriormente llenaron los huecos que las veteranas dejaron. Vaya, pues todo mi cariño y recuerdo, condensado en estas líneas.

Como nota anecdótica quiero reseñar que Carmen Bernat Bastán (mi suegra), pocos días después de la llegada de las “fuerzas libertadoras”, el día 13/14 de junio de 1938, fue llamada al puesto de mando de una de las autoridades recién llegadas al Grao, y ante la carencia de establecimientos abiertos al público, aquellos primeros días, sugirieron la posibilidad de abrir una tienda frente a su casa. Así lo hizo y tuvo la tienda abierta alrededor de un año y medio, hasta que la propietaria de la casa regresó del “exilio”, (que como mucha gente en aquellos años sufrió en España), y se hizo cargo nuevamente del mismo, continuando en la actividad, hasta muchos años más.
Ultramarinos del Grau, años 1930 / 1960


AMALIA (Hija) Amalia Martí Juan, S. Elcano, 5
AMALIA (Madre) Amalia Juan Roca, Canalejas, 7
BENDISIÓ Vicenta Trilles Arnau, c/ Canalejas, 57
CACAUERA Paca Ortiz Rochera, c/ Alegría, 27
CACAUERO Josefa Ortiz Ramos, c/ Canalejas, 33
CARAGOLES Fcº y Serafina Senent Cardona y
Carmen Rovira Ruiz, Plaza Mercado, 18
CARICH Tomás Torrent Fabregat, Canalejas, 28
CAYETANO Cayetano Mora Catalán, Pl. V Carmen
GORRIXES María Beltrán Clausell y Carmen Sanz Bomboí, c/ Canalejas
LOLA Lola Forés Vilar, Plaza Mercado, 16
MIGUELITA traspaso de “CARICH”, c/ Canalejas, 29
PELAT Bautista Forés Iñiguez, c/ Churruca,
PIÑÓ Fcº Juan Roca y Consuelo Serrano,
c/ Albareda, 3
ROGELIO calle Canalejas esquina Pl, Virgen del Carmen, traspasado a “les Gorrixes”
TORTOLILLA Teresa Vilar Llorens, calle Barceló, 47
TRES BANDERES Camino Serradal - Camino La Plana
TRINI Julio Aiza, c/ Alegría, 26
XAMUSA Pepeta Piñana Montoya, Pl. Vgen. Carmen

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Sergio Ferrer de Almenara.- Texto y fotos Reservados todos los derechos

1 comentario:

  1. Extraordinario trabajo, Sergio. Eres una mina. ¡Qué bien conoces el Grao del siglo XX! Yo te animo a que sigas así. Tu información es para mí de un valor incalculable. Lo leo todo de pe a pa. Y algunas cosas me retrotraen a mi infancia, o a aquellos tiempos de la juventud de mi padre que él siempre me contaba. Por cierto, el gasto que hacían las barcas, según me contaba mi padre, se llamaba entre los marineros, "el costo". Y otra cosa, la tienda de "les Caragoles" era la tienda de mi tía Paquita ("La Famosa") y mi tía Vicentica ("La Roja"), y allí íbamos mi primo Toni y yo casi todos los días, hasta que la dejaron a mediados de la década de los setenta.

    Un abrazo, y a seguir.

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